Historia
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  • José Espinosa Bilgray | OIM Panamá

En el famoso Tapón del Darién que se extiende en la frontera entre Colombia y Panamá, una joven mujer embarazada y su marido, ambos procedentes de Haití, quedaron librados a su suerte y tuvieron que enfrentar a la implacable selva a lo largo de una de las rutas migratorias irregulares más peligrosas del mundo.

Ni la ausencia de caminos transitables, ni la presencia de serpientes ponzoñosas, cadenas montañosas escarpadas, ríos embravecidos y grupos de ladrones armados pudieron disuadir a Jean Horima, de 25 años, y a su esposa Rose, de arriesgar sus vidas del mismo modo que lo hacen miles de personas desesperadas de países como Haití, Cuba, Bangladesh o Somalia año tras año para intentar llegar a los Estados Unidos, Canadá o México.

Este año, más de 42.000 haitianos hasta el momento, incluyendo miles de menores, han afrontado este peligroso viaje esperando alcanzar el estatus de refugiados y un mejor futuro para todos. Muchos no lo logran y Jean y Rose son conscientes de que han tenido la suerte de sobrevivir, especialmente porque su bebé nació prematuramente.

Guerline Mettelus abraza a su hijo de tres años de edad, Louvertir Renonce, frente a su carpa en la ERM de Lajas Blancas. Foto: OIM/José Espinosa Bilgray

La selva es brutal; realmente lo es, un entorno muy inhóspito. Lo más difícil para mí fue tener que subir por las montañas y cruzar las corrientes de agua. Hay también personas en el bosque que pueden llegar a robarte o matarte. Sé que a algunas personas las asesinaron. Sí, personas que se fueron antes que yo y cuando llegué, encontré sus cuerpos sin vida en el bosque, dice Jean.

La pareja había dado inicio a este gran esfuerzo de una semana desde el lado colombiano junto a otras 50 personas, pero cuando la primera colina apareció delante de ellos, el grupo los abandonó. Tras varios días enfrentando el denso bosque tropical, Rose empezó con el trabajo de parto en el medio de la nada.

"Yo estaba con mi esposa y ella me indicó qué era lo que tenía que hacer para salvarla”, dice Jean. Ella dio a luz y le pidió a su esposo que cortase el cordón umbilical con un par de tijeras. “También tenía a mano una cuerda negra, así que le dije que la usara para atar el cordón. Luego usamos una camiseta para armar una bolsa y poner el bebé adentro”, cuenta Rose.

Wesley y Michelanda, los hijos del medio, juegan en el tobogán. Foto: OIM/José Espinosa Bilgray

El nacimiento de un varón saludable les dio el coraje y la fortaleza para seguir y tres días más tarde la familia agotada pero aliviada apareció en la Estación de Recepción de Migrantes (ERM* de acuerdo con el acrónimo en español) en San Vicente, Panamá, la cual es gestionada por el Gobierno de Panamá con el apoyo de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) y del ACNUR, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados.

Vertulo Renonce y Guerline Mettelus de Haití también han sobrevivido al cruce del Tapón del Darién. Habían viajado desde Chile con Louvertir, su hijo de tres años, y cruzado la frontera de Colombia con Panamá en febrero. La pareja tiene otros cinco hijos y espera poder reunirse con los dos mayores en Guatemala. Los otros tres todavía se encuentran en Haití.

Los padres habían tenido problemas para comunicarse con los hijos desde que llegaron al centro de recepción de migrantes en Lajas Blancas, pero la vida allí es emocionalmente agotadora.

Jean François y su mejor amigo de la infancia viajaron desde Brasil con sus familias. En la ERM de Lajas Blancas, frente a sus carpas, preparan arróz con frijoles. Foto: OIM/José Espinosa Bilgray

"La lata de leche que Louvertir toma cuesta 4.50 dólares EE.UU. y cada dos días tengo que comprar una”, dijo Guerline. La habitación en el hostel de Guatemala en donde sus hijos se están quedando cuesta 20 dólares por día y los que están en Haití han perdido la escuela por más de un mes porque no han podido pagar la matrícula.

Llegaron a Panamá con 400 dólares que habían logrado ocultar de tres atacantes armados que le habían robado a su grupo de 14 personas en el camino y les quedaban solamente 3.

Lajas Blancas tiene el aspecto de un pequeño vecindario en donde hasta 500 personas pueden llegar a alojarse. Cerca de la única entrada hay un puesto también pequeño en el que las personas se reúnen para comprar galletas y refrescos y para cargar sus teléfonos celulares. A la derecha hay tiendas, duchas y cuartos de baño. Hacia abajo del río se encuentra el área de cuarentena y de cuidados para las personas que padecen COVID-19 y allí el acceso es restringido. 

Afuera de su tienda, Jean François, quien se fue de Haití en 2015, está agradecido por la pausa en su viaje desde Brasil junto a sus cuatro hijos. Saluda a un amigo de la infancia quien pone en el suelo un fardo de leña que acaba de recolectar de la ribera del río para preparar arroz con frijoles.

Un miembro del Servicio Nacional de Fronteras camina hacia una carpa de OIM en la ERM de San Vicente. Foto: OIM/José Espinosa Bilgray

La comida que nos dan aquí no es mala, pero no ha sido hecha con cariño. Eso es lo que necesitamos”, dice Jean François.

Habían logrado sobrevivir una semana en la selva con muy poca comida y viajaron desde Necoclí, Colombia.

Entre las 230 personas que cruzaron la selva, había unos 100 menores. Realmente duele verlos; los menores no merecen pasar por esto”, dice.

En la ERM de San Vicente, Jean Paul, su esposa y sus cuatro hijos están tomando un respiro en su camino rumbo a los Estados Unidos. Tras los peligros del Tapón del Darién, deben aún viajar a través de Costa Rica, El Salvador, Guatemala y México.

Viajaron en barco hasta la frontera de Colombia y Panamá, en donde le pagaron a un “coyote”, o traficante de migrantes, para que los condujera a través de la selva en grupos de cientos de migrantes, la mayor parte de los cuales eran nacionales de Haití.

Jean Kerens, Rose y su bebé David están parados dentro de su tienda en la ERM en San Vicente. Viajaron desde Chile y llegaron a Panamá a mediados de Julio. Foto: OIM Panamá

Tres de los hijos de Jean juegan en el tobogán y en los columpios de San Vicente.

Es mediodía. Los funcionarios del Servicio Nacional de Fronteras están entregando alimentos y las personas se aglomeran en la entrada esperando que les llegue el turno. Jean Michelet está sentado con un plato de comida en una mano y con el otro brazo sostiene a Alejandro, de un año de edad, que no ha querido comer desde que llegaron a la estación tres días antes.

Jean Michelet se asegura que los tres hijos mayores hayan comido y los lleva a jugar, dándole un pequeño descanso a su esposa que duerme en una de las casas. Sin éxito intenta que el bebé que tiene en brazos coma. En su rostro es visible la preocupación, la angustia que le genera pensar en el futuro, y el dolor de recordar la pesadilla del implacable Tapón del Darién.

*La ERM fue construida por el Gobierno de Panamá gracias a la cooperación internacional, organizaciones intergubernamentales, sociedad civil y empresas privadas para reducir el congestionamiento en La Peñita, otra ERM. San Vicente brinda condiciones dignas en las cuales la separación física y otras medidas de bioseguridad pueden mantenerse a fin de mitigar la diseminación de la COVID-19. 

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